LIMINAL
De cómo el paisaje se encierra en la grieta
La revisión del concepto de casa y su identificación con las diferentes individualidades, ha ocupado desde el inicio los intereses de Eva Díez, y parece metamorfosear con cada nueva propuesta reclamando una encarnación cada vez más elemental. Ese simbolismo que puebla sus imágenes avanza ahora hacia su propio centro, plantea una atención introspectiva desde la cual absorber un proceso de empatía que enlaza con lo universal. La serie Liminal, iniciada como resultado de la situación de confinamiento derivada de la pandemia, contiene, entre otras cosas, silencio. El silencio surgido de esa parálisis simultánea de las dinámicas sociales que impulsó a convertir lo doméstico en el lugar de la acción y el pensamiento y que, para la artista, conformó una alteración en el planteamiento de su producción más inmediata. Si en un principio la observación del paisaje habilitaba el tránsito entre lo estético y lo emocional, en este caso se sincroniza con la atención hacia la huella, lo inadvertido. El motivo ha menguado su forma y los horizontes, que antes procuraba extensos, se hayan en el asombro de lo mínimo: en la esquina del cuarto, en la imperfección del techo, en la pared rasgada… cada una de estas cicatrices evidencia la tensión del tiempo y su constante interacción en la memoria de los cuerpos. Es así como Eva Díez ausculta su interior accionando un sentir colectivo: torna visibles las grietas del hogar para situarlas en relación al mundo; una fractura en nuestra forma de vida desvela las fisuras del sistema.
Eva Díez relata la experiencia de mirar hacia adentro, presentándola como una revelación del sistema del yo en el que colisionan la fuerza y las heridas. Hablamos, sin embargo, de una intromisión compartida, que alcanza su lectura global a partir de la sofisticación de la imagen. Así, la cuestión de la grieta permea lo biográfico para inmediatamente dibujar una trama mayor donde lo humano se acopla al latir de la tierra, y viceversa, en un constante palimpsesto. Reconocemos el rastro de un paisaje omnipresente que se reencarna en el simbolismo para continuar manejando conceptos como el de vacío, representado a través de una cuidada conciencia cromática y compositiva. Podemos intuir esa idea de construcción a partir de la no-forma que reconoce la estética zen, el gesto de hacer visible lo anodino, en consonancia con unos fondos donde el espacio neutro adquiere protagonismo. Es el vacío, de acuerdo con la filosofía taoísta, lo que permite que ocurran las cosas y hace respirar su contenido. También José Ángel Valente reclama el centro como un lugar desierto pero, a su vez, plagado de sucesos, de indicios y sospechas de vida: “El centro se ha borrado. Estaba aquí, en donde tú estuviste. Veloz el dardo hace blanco en su centro. Queda la vibración. ¿La sientes todavía?” (No amanece el cantor, 1992). Así sucede en esta serie, donde lo no-narrado nutre nuevas presencias dependientes de la actitud emocional que dispongamos con nuestra mirada.
Hay, además, cierta maniobra de ambigüedades y contrastes simultáneos en los que el campo de acción ultrapasa los límites de cada pieza para situarla en diálogo directo con la siguiente. La traducción de la imagen, en su formato vertical, genera un corte en la percepción; trata de detener el horizonte que prolongamos en la imaginación cuando termina la fotografía. Como en un juego de presencias y ausencias, Eva Díez recoge las grietas de un tiempo en fuga y las sitúa al servicio del afuera polarizando su significado. Siguiendo un camino atípico, las decisiones de materialización formal se distancian de la propia realidad fijada al detallar su presencia física desde un carácter objetual, o mejor aún, desde una operación de hibridaciones transferidas entre el campo escultórico, el pictórico y el fotográfico. Se da una nueva exploración del material plástico, comprendido en una dimensión táctil que encarna el deseo de aproximarnos a la imagen; sentirla como extensión de la piel. Tal vez estas sensaciones, surgidas a modo de pulsión al contemplar la serie, tengan que ver con un proceso productivo que, como es habitual en el trabajo de Eva Díez, tiene su inicio en lo emocional. A nivel individual se significan como la escritura de lo que intuimos una línea de vida, fragmentos tan etéreos como definidos, mientras la propuesta compositiva alcanza una discontinuidad buscada, como en un desierto de sintonías cruzadas, y es en este diálogo donde se desarrolla un mayor grado de correlación con el espacio natural. La grieta, tan simple como abismal, no deja de referir las relaciones actuantes de la naturaleza. La metamorfosis comienza con la noción de una montaña simulada, bella en la distancia, mas sobrecogedora y vibrante a medida que alcanzamos su centro. Desde lejos el motivo se disloca de su realidad pero, con cada paso que damos hacia la imagen, comienza a adivinarse la sorpresa de lo cotidiano. Si en un primer vistazo se entona el tiempo de la pausa y la quietud, el del paisaje simulado, la observación atenta reconoce otro tipo de escenario: el del paisaje vivido, íntimo, y su desgaste.
Liminal es como una lectura multiplicada, tiene la facultad de asociar lo racional y lo simbólico para vertebrar sus cualidades, como ese empeño de María Zambrano por impulsar la rebelión de la vida contra la soberbia de la razón. En este caso, la rebelión se inicia con la grieta: porque a través de sus pequeños surcos podemos indagar en los cimientos de la casa, asimilar su esencia. “Todo organismo vivo persigue poseer un vacío, un hueco dentro de sí”, decía Zambrano (Claros del bosque, 1986). Eva Díez establece un paralelismo entre la grieta, la brecha interior y el paisaje. Ante la imposibilidad de absorber, como en otras ocasiones, la inmensidad del espacio natural, sitúa el foco en el reconocimiento de lo próximo, en la mirada interna, para después ir dilatando sus confines. Haciendo elogio de nuestras dobleces, ese registro primigenio gestado en la discreción del yo logra distanciarse del escenario privado en un calculado ejercicio de depuración visual y conceptual íntimamente ligado a la capacidad de evocación de la artista. Se produce cierto hipnotismo ante la imagen, el ritmo de recepción es lento, como el de la pintura, como el del tiempo de encierro; es el preciso para entregarse a una propuesta donde la casa y la montaña simulan ser una misma guarida. La grieta es cicatriz y es luz. Y es raíz: la raíz de un hogar que cruje para advertir su movimiento sísmico.
Sara Donoso